sábado, 25 de febrero de 2023

Poema 285. La Gran Salina.

Ricardo Zelarayán. Paraná, 1922 - Buenos Aires, 2010.


LA GRAN SALINA


La locomotora ilumina la sal inmensa,

los bloques de sal de los costados,

los yuyos mezclados con sal que crecen entre las vías.

Yo vacilo....

y callo....

porque estoy pensando en los trenes de carga

que pasan de noche por la Gran Salina.

La palabra misterio hay que aplastarla

como se aplasta una pulga,

entre los dos pulgares.

La palabra misterio ya no explica nada.

(El misterio es nada y la nada no se explica por sí misma.)

Habría que reemplazar la palabra misterio

(al menos por hoy, al menos por este "poema")

por lo que yo siento cuando pienso en los trenes de carga

que pasan de noche por la Gran Salina.

La pera trepida en el plato.

La miel se desespera en el frasco cerrado,

para desesperación de las moscas que le acechan posadas al vidrio.

Pero yo no me explico

y hasta ahora nadie ha podido explicarme

por qué me sorprendo pensando

en la Gran Salina.

El hombre de chaleco del salón comedor

se ha quitado los anteojos.

Los anteojos trepidan sobre el mantel de la mesa tendida.

Todo trepida,

todo se estremece,

en el tren que pasa a mediodía por la Gran Salina.

Yo me he sorprendido mirando

la sombra del avión que pasa por la Gran Salina.

Pero eso no explica nada.

Es como una gota que se evapora enseguida.

Hay que distraerse, dicen.

Hay que distraerse mirando y recordando

para tapar el sueño

de la Gran Salina.

Un piano colgado como una araña del hilo

se ha detenido entre los pisos doce y trece...

Un camión pasa cargado de ventiladores de pie

que mueven alegremente sus hélices.

En 1948, en Salta,

fuimos de noche a cazar vizcachas y ranas,

y la conversación se apagó con el fuego del asado,

abrumados como estábamos por el cielo negro

y estrellado.

Nerviosamente encendíamos y apagábamos las linternas

hasta quedarnos sin pilas.

Tampoco puedo explicarme por qué sueño con pilas de linternas,

con pilas para radios a transistores.

Ni por qué sueño con lamparitas de luz,

delicadamente guardadas en sus cajas respectivas.

Ni por qué me sorprendo mirando el filamento roto

de una lamparita quemada.

Nunca he visto...

nunca he podido imaginarme

la lluvia cayendo sobre la Gran Salina.

Yo no tengo objetivos pero me gusta objetivar.

Desde chico intenté cortar una gota de agua en dos

(con una tijera).

Aún hoy intento,

apartando las cosas de la mesa

o ahuyentando amigos,

imitar, imaginarme, la lluvia sobre la Gran Salina.

Tomo una plancha caliente y le salpico gotas de agua.

Pero aunque pueda imaginarme todo,

nunca podré imaginarme

el olor a salina mojada.

Anoche llegué a mi casa a las tres de la mañana.

En la oscuridad, tropecé con un mueble...

y allí nomás me quedé pensando

en lo que no quería pensar...

en lo que creía bien olvidado!

Pero en realidad me estaba escapando

del sueño estremecedor de la Gran Salina.

Y ahora me interrogo a mí mismo

como si estuviera preso y declarara:

"La Gran Salina o Salina Grande

está situada al norte de Córdoba,

cerca (o dentro, no recuerdo)

del límite con Santiago del Estero."

Estoy mirando el mapa...

pero esto no explica nada.

La caja de fósforos queda vacía

a las cuatro de la mañana

y yo me palpo a mí mismo, desesperado,

con el cigarrillo en la boca...

Habría que inventar el fuego, pensarían algunos.

Yo en cambio pienso en los reflejos del tren

que pasa de noche junto al río Salado.

No puedo dormir cuando viajando de noche

sé que tengo a mi derecha

el río Salado.

Pero aun así sigo escapando del gran misterio...

del misterio de la sal inagotable de la Gran Salina.

Recuerdo cuando arrojábamos impunemente naranjas chupadas

al espejo ciego y enceguecedor de la Gran Salina.

A la siesta, cuando la resolana enceguece más que el sol.

Esperábamos llegar a Tucumán a las siete

y a las dos de la tarde tuvimos que cambiar una rueda

junto a la Gran Salina.

Un diario volaba por el aire...

el sol calcinaba las arrugadas noticias del mundo

del diario que caía sobre la Gran Salina.

Y vi pasar varios trenes

y hasta un jet...

Los pasajeros de los Caravelle

o de los Bac One-Eleven,

no saben que esa mancha azulada,

que a lo mejor están viendo en este mismo momento,

desde ocho mil metros de altura,

esa mancha azulada que permanece durante escasos minutos,

es la Gran Salina,

la Salina Grande.

Pero el jet anda muy alto.

La Gran Salina no conoce su sombra que pasa.

Los pasajeros del jet duermen...

se sienten muy seguros.

En el jet no hay paracaídas.

Los jets no caen. Explotan.

Hace unos años,

un avión que no era un jet volaba, creo, sobre Santa Fe.

De pronto se abrió una puerta

y una camarera tuvo que obedecer calladita

a las sagradas leyes de la física,

y demostrar su inequívoco apego a la ley de la gravedad.

Una ley dura como las piedras metidas en la boca de Demóstenes

que, según dicen, hablaba mucho.

Aquí hay que hacer un minuto de silencio.

Primero, por la dócil camarera sin cama del avión.

Después, por las palabras muertas,

muertas por no decir nada...

misterio, por ejemplo,

que sirve para no explicar lo inexplicable,

lo que yo siento cuando pienso en la Gran Salina,

lo que traté de no pensar un día que caminaba por la Gran Salina

tratando de distraerme y de no pensar dónde estaba,

escuchando una canción de Leo Dan

que pasaba LV12 Radio Aconquija

y el Concierto en sol de Ravel por la filial de Radio Nacional.

¿Qué pensaría Ravel, el finado,

si caminara como yo en ese momento

por la Gran Salina.

Ravel, púdico sentimental,

te imagino tocando el piano que hoy vi colgado

entre el piso 12 y el piso 13.

Sí, pobre Ravel de 1932

con un tumor en la cabeza que ya no lo dejaba componer.

Ravel tocando solo,

de noche (pero eso sí, absolutamente solo)

los "Valses nobles y sentimentales" en medio de la Gran Salina.

Estoy seguro que se hubiera interrumpido

al escuchar el silbato lejano de la locomotora,

para ver el haz de luz a la distancia

y la penumbra sobre la Gran Salina.

Días pasados fui al Hospital.

Hace años yo andaba por allí,

despreocupado y con mi guardapolvo blanco.

Pero ahora, de simple paciente,

sentí el ruidito angustioso

¡Trank!

de la máquina de sacar radiografías.

¡Y que pase otro! gritó el enfermero.

Pero el otro no podrá explicarme

por qué tengo sed,

por qué voy detrás del agua cautiva de la botella

y de la sal capturada en el salero,

yo, tan luego yo,

capturado en el sueño de la Gran Salina.

Un amigo, alto funcionario estatal,

me ofreció su pase libre para viajar por todo el país.

Total, me dijo, es un pase innominado,

cualquiera lo puede usar...

si se lo presto.

El pase sin nombre me deslumbró

como la marca de la cubierta que leí y releí

cuando cambiábamos la rueda junto a la Gran Salina.

Pero después pensé en Tucumán

(mi segunda provincia)

y en las vértebras azules del Aconquija

horadando las nubes blancas.

Ahora me entero que mi amigo,

el del pase sin nombre,

se separó de la mujer.

Aquí me callo...

Pero el silencio me hace pensar ahora

en lo que no quise pensar cuando miré el pase sin nombre que me ofrecían,

en lo que dejé de pensar hace un momento...

cuando vi pasar el ascensor con una mujer silenciosa

que no me quiso llevar.

Olvidemos el ascensor perdido

y pensemos de nuevo, de frente, en la sal

(cloruro de sodio)

y en el misterio...

Pero como nada es misterio

hagamos una traducción de apuro:

miss Terio

o miss Tedio

o chica rodeada de teros asustados

o algo por el estilo.

Pero no hay distracción que valga.

El ayudante de cocina del vagón comedor

se rasca la cabeza de tanto en tanto

pero sigue pelando papas sin distraerse

en el tren que se acerca a la Gran Salina.

Y el ascensor perdido con la mujer silenciosa

sigue recorriendo kilómetros entre la planta baja

y el piso quince.

El sastre de enfrente que ya comió

se asoma a tomar aire con el metro colgado en el cuello.

Yo pienso en comer, como se ve...

Son exactamente las 14 horas, 8 minutos, 30 segundos.

Y también, no sé por qué,

pienso en el acorazado de bolsillo Graf Spee

que en los comienzos de la última guerra

se suicidó antes que su capitán

frente a Punta del Este.

El Graf Spee yace a treinta metros de profundidad.

Ya nadie se acuerda de él.

Ni siquiera los hombres-rana

que bajaron a explorar sus entrañas.

Pero hasta los hombre-rana

salen a comer a mediodía.

Y a veces, para comer,

sólo se quitan las antiparras y los tubos de oxígeno.

Todavía hay gente que se asombra viendo comer a esos hombres...

con patas de rana.

Los hombres-rana reclaman al mozo la sal que se olvidó!

Dale!... Dale!

Hoy almuerzo con amigos

(si es que no se fueron).

Miraré de costado la sal y pediré pimienta en vez,

porque tengo miedo de quedarme callado,

ya se sabe por qué.

No quiero quedarme callado

ni distraerme,

ya se sabe por qué.

En realidad no se sabe nada

del sueño de la pilas,

de la lluvia sobre la sal,

de la chica del ascensor,

del sastre asomado con el metro colgado

o del tren que pasa de noche indiferente

junto a lo que ya se sabe

y no se sabe.

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Hace años creía

que "después del almuerzo es otra cosa"...

es decir que las cosas son otras

después del almuerzo.

Este poema (llamémoslo así),

partido en dos por el almuerzo

y reanudado después, me contradice.

No comí postre.

¡Siento la boca salada!

Pero no voy a insistir.

El domingo pasado,

en casa de un amigo poeta,

conocí a un chileno novelista e izquierdista

que se fue a Pekín y que, posiblemente,

no vuelva a ver en mi vida.

Tímidamente, entre cinco porteños y un chileno izquierdista,

metí una frase de Lautréamont

que como buen franchute es uruguayo

y si es uruguayo es entrerriano.

Una frase (salada) para terminar (o interrumpir) este poema:

"Toda el agua del mar no bastaría para lavar una mancha de sangre intelectual".

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